Siendo muy niña tuvo la primera pesadilla; quizá las amenazas del hombre del saco fueron la causa de que soñara con él, que la raptaba, la ataba y le restregaba cosas horribles por la cara para desfigurarla y que, nunca más, pudera ser reconocida por sus padres. Y es curioso eso de la desfiguración, porque el tema de otras pesadillas de su infancia consistía en que los desfigurados hasta la monstruosidad eran sus padres a los que, pese a todo, siempre reconocía. En unos sueños eran monstruos de una manera (tiburones) y en otros, de otra (humanoides con cabeza de grizzly). Primero el padre, luego, con horror, la madre y finalmente los hermanos se metamorfoseaban en seres de los que sencillamente había que huir. La casa, el escenario siempre de estos sueños, se inundaba de agua fría e inhóspita sobre la que flotaban los objetos cotidianos desvencijados e inútiles.
De más mayor soñó una temporada con las casas de su vida y, en todas ellas, aparecían puertas, corredores, huecos, reductos ignorados y ocultos por un murete, un biombo, o una cortina pesada y finalmente descubiertos por los que se llegaba a una habitación, una azotea, un sótano que eran acogedores dormitorios que ella reconocía como pertenecientes a una mujer muerta y, a la vez, como propios. También el paisaje de su vida en sueños se rodeaba de unos otros extraños. Cuando vio La Reina Anónima, le hizo mucha gracia a la que durante muchos años fue la reina de los mares ver que un desconocido contaba una historia parecida a la suya. Por entonces le hacían gracia estas cosas.
De más mayor aún, sus sueños tenían continuación, como las teleseries. Y esto también le hacía gracia. Por esta época empezó a pensar en que esos sueños de monstruos de la infancia tenían que ver con el miedo a la muerte (y aún más a la vejez y el deterioro que nos vuelven otros distintos a los que fuimos). También comenzó a preguntarse sobre qué otra dimensión (más allá del temor) tendrían los sueños de la habitación de la mujer muerta.
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